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NOEMY REYES TORRES


 

Sepecue, Talamanca, Limón

 24 de mayo del 2024


    
    Mi nombre es Noemy Reyes Torres, soy de la comunidad de Sepecue, Talamanca, indígena bribri. Soy la menor de 8 hermanos.

Nuestros padres se enfocaron más que todo en la sobrevivencia, en poder darnos los recursos para subsistir. Ellos trabajaban más que todo en la parte de agricultura, en el cultivo de plátanos, banano, cacao, y ese era el día a día, el único medio que tenían. No pudieron estudiar. Mis hermanos, terminaron la escuela y después de ahí tenían que sembrar plátanos, trabajar la tierra. Y con eso era que íbamos sobreviviendo.

En el territorio indígena está la casa o el rancho, alrededor están los animales y, más allá los cultivos que consumimos, y luego a tres horas están ya los cultivos que consumen los animales, los que se cultivan para las gallinas y los cerdos. Yo tenía que llegar de la escuela y caminar unas dos horas para ir a limpiar una hectárea de maíz, por ejemplo. Eso era todos los días. Yo iba con tres de mis hermanos y teníamos que cumplir, terminar de limpiar esa parcela, no importaba si de repente nos alcanzaba la lluvia a medio camino. Recuerdo que varias veces había rayería y teníamos que pasar por eso.

Mi papá tenía bastantes hectáreas de plátano, entonces decía “bueno, usted se va a la escuela, yo me voy con los peones y hago 600 huecos para sembrar la semilla de plátano. Cuando usted llega de la escuela le corresponde llenar esos huecos con las semillas”. Y eso era llegar, dejar la bolsita donde metíamos los cuadernos, la bolsita de arroz y cambiarnos e irnos a la finca a encontrar a nuestros padres que estaban trabajando. Tenía que ir a ayudarle a mi mamá a sembrar maíz, tenía que cuidar unos cinco cerdos, tenía que ir a la finca a buscar unos plátanos, cocinarlos y dárselos. Esa era mi rutina todos los días. Tenía ese compromiso de tener que cuidar los animales, tener que ir a ayudar a mi mamá. Mi infancia fue bastante complicada. 

Luego, en la tarde, en los momentos de café -ese era el momento más esperado- a la par del fogón a escuchar las historias de mi papá y de mi abuelita. Ahí nos contaba más que todo historias de terror, de los espíritus y no sé qué. Es que mi abuelo era awá, entonces quería que mi papá también fuera awá, pero mi papá empezó el proceso y era bastante duro porque tenía que ir afuera y ahí estar muchas horas en la madrugada y eso a mi papá le dio miedo, no quiso.

Ser awá es como ser un médico tradicional, preparado, que conoce el nombre de las plantas, que sabe cuál planta sirve para tal enfermedad, es el que tiene las respuestas cuando algún familiar tiene alguna situación. Como obviamente no había doctor en la comunidad, ellos eran a los que podíamos acudir. Eran como doctores, y también sabios, porque ellos nos ayudaban. Mi abuelo era así. No recuerdo quién, pero sí recuerdo que escribieron un libro sobre mi abuelo, que es don Francisco García, ese es mi abuelo, el que aparece ahí. Él quería que mi papá también fuera awá, pero tenía que pasar algunas pruebas, y entre esas pruebas… a altas horas de la noche, en un ranchito, ahí tenía que quedarse y hacer unos cantos sagrados, pero mi papá tenía miedo entonces no pasó la prueba. Esas cosas nos contaba él. Escuchábamos las historias a la par del fogón, con los animales, porque todos convivíamos. Teníamos eso de que los perros y los cerdos estaban ahí a la par de nosotros. Ahí pasábamos a altas horas de la noche escuchando esas historias. Las historias que nos contaban eran de prevención. Por ejemplo, la historia del gusano, de por qué uno no puede andar entre primos porque sino le pasa esto; de por qué no podemos matar a todos los animales porque si no podemos extraviarnos en la montaña, y si los matamos a todos entonces puede pasarnos algo. Eran historias de prevención, de cómo cuidarnos, de cómo cuidar la naturaleza, de que todos los animales y hasta el cultivo tiene espíritus, entonces si al día siguiente teníamos que ir a arrancar yuca, no se decía, porque supuestamente la tierra tenía vida en la noche, entonces ella escuchaba que mi mamá iba a buscar la yuca, y lo que hacía era que a la hora de que mi mamá fuera, ya no iba a haber yuca, entonces no se podía decir... Si íbamos al día siguiente a buscar algún cultivo, no se hablaba de eso en la noche, se hablaba en la tarde, para que la tierra no lo escuchara y no se diera cuenta. 

Mi papá era un buen pescador y en ese tiempo había muchos peces. Ya ahora no, ya vemos cómo los ríos están contaminados, ya casi no hay, pero en ese tiempo él iba y decía: “bueno, traigo cuatro, porque esto me alcanza para tantos días”, todo se usaba así, con medidas, porque no podíamos matar todos los animales. Esa era mi infancia. Y luego dormir unas horas, porque a las tres de la mañana ya empezaba de nuevo el café, pues hay que darle comida a los animales. Esa era nuestra rutina. Mientras mi mamá preparaba el café, mi papá alistaba el hacha, los machetes, a esperar a los peones porque había que ir otra vez a cultivar la tierra. Y pues los que teníamos la opción de ir a la escuela, nos íbamos para la escuela. Así pasé mi infancia. No había en ese momento televisión, no había lugares donde pudiéramos ir, como ahora, que en estos tiempos hay electricidad, hay internet, hay un parquecito donde van los niños a divertirse. ¿Qué hacía yo para divertirme? Pues había un río que tenía una poza, ese era mi lugar para ir a divertirme. Salidas con amigos, no, eso no se permitía en el territorio porque todo el mundo tenía que estar trabajando, no había momentos de esos, como ahora, que los jóvenes van y dicen “bueno voy a ver a mis amigos, a la casa de tal”. No, eso no se permitía. Todos los jóvenes y los niños estaban ocupados. 

Como en ese tiempo no había dinero, para preparar la tierra había que llamar mucha gente a chapear, entonces mis padres preparaban chicha, esa bebida tradicional, y venía el montón de gente y a veces terminaban borrachos. Esa es una de las cosas que marcó mi vida, porque como no había dinero, tenía que venir el montón de gente a cambio de la chicha, no se les pagaba, sólo se les daba chicha, y terminaban ebrios. A veces peleaban entre ellos porque ya estaban ebrios, y uno: “bueno, en este rincón me voy y ahí amanezco…” Fueron momentos muy vulnerables. Ahora ya no es así, pues si uno quiere sembrar pues paga a alguien y va y chapea, no hay que darle chicha ni nada de eso. 

Y lo otro: para hacer la bebida tradicional hay que preparar una masa de maíz fermentado. Recuerdo que yo tenía nueve años y ya tenía que saber hacerla, entonces yo iba y mi mamá me ayudaba, me decía: “bueno, usted hace esto con el maíz…” Era como una masa. Mi responsabilidad era hacer esa masa y ponerla al sol, secarla, y eso era lo que fermentaba la chicha. Y cuando venían los peones yo tenía que servirles la chicha. Y ese olor, pues no me gustaba, de hecho hasta el momento nunca, no sé si eso marcó mi vida, pero yo no tomo, nunca tomé bebidas alcohólicas porque desde ahí empecé a repudiar ese olor. 

Inicialmente mis padres vivían en una montaña, luego de ahí decidieron venirse a una parte plana, y cuando llegan ahí tenían la opción de elegir todo el terreno que quisieran, entonces empezaron a marcar, decidieron “bueno, aquí vamos a agarrar todo esto, esto es de los otros”. Porque no había gente, eran como cuatro familias, entonces una familia elegía una parte, la otra por allá y el otro por allá. Entonces teníamos la opción de tener toda esa tierra para nosotros.

Desde que era niña tenía el sueño de poder estudiar, pero al ser parte de una comunidad indígena que estaba muy lejos, no había esa opción, porque no había colegios. Sí había escuelas, pero no había colegios, entonces logré terminar la escuela y un año después nos cuentan que van a abrir un colegio en la comunidad. Para mí fue maravilloso ver que tenía la posibilidad de estudiar… Mis hermanos mayores no pudieron, no tuvieron esa opción porque el colegio quedaba entonces como a tres comunidades más lejos, estaba como a tres horas, pero yo sí tuve esa posibilidad. 

Cuando salgo de la escuela, un año después, abren el colegio que no tenía las instalaciones adecuadas, lo inauguran a diez minutos de la casa. Empezamos en unos ranchitos de suita y chonta. Eran tres o cuatro casitas que había, con piso de tierra, y eran pequeñitas. Empezamos más o menos en el 2003, todos ilusionados. Tenía compañeros de 20 años, de 30 años, porque todo el mundo quería estudiar. Y así empezó mi historia. Luego pasaron los años, no nos daban la posibilidad de tener nuevas instalaciones, seguimos ahí, tres, cuatro años… me gradué en esa instalación. 

Había momentos en que llovía y como todo eso era de tierra, se llenaba de agua, se nos caían los cuadernos en el piso y se mojaban, no teníamos servicio sanitario, recuerdo que solo era uno que utilizaba el personal docente. Entonces unos compañeros tenían que ir ahí cerca del colegio varias veces porque son áreas montañosas, se iban ahí a los bananales o a los cafetales ahí. No teníamos servicios de comedor, entonces nuestros padres nos venían a dejar el almuerzo o nosotros lo llevábamos en un tarrito. No teníamos dónde calentarlo porque tampoco había servicio eléctrico, entonces comíamos frío. El que podía… el que no, pues pasaba todo el día sin almorzar. Y así fue como pasamos. Luego logramos graduarnos. En ese momento, en undécimo, éramos como trece estudiantes… Y de ahí nos logramos graduar como cuatro que ganamos las pruebas nacionales. A pesar de todas las situaciones difíciles por el entorno, por la infraestructura en mal estado, por poco apoyo económico, porque era una institución nueva. 

Yo no sabía nada de las ferias vocacionales, de las universidades estatales, no tenía ninguna idea de eso porque mis padres son adultos mayores, entonces no había ese conocimiento y tampoco tenía la economía para estudiar en una universidad privada. Fue por ahí que me di cuenta de que estaba la UNED cerca, como a dos comunidades de donde yo vivía, entonces me matriculé para estudiar ahí primero y segundo ciclo. Empecé y un año después me dicen que en otra comunidad, en una montaña, más o menos como a otras 5 horas, estaban ocupando un docente, y como en ese tiempo no se solicitaba tener universidad sino que por lo menos tuviera el colegio finalizado, la secundaria completa, fui a la entrevista y me dicen: “tenemos tres opciones, puede dar clases en estudios sociales, en matemáticas o en español”, y yo tenía apenas un año de estar estudiando en la UNED primero y segundo ciclo. Entonces recuerdo que me decidí por español, que era una asignatura que me gustaba. Y entonces le digo al supervisor de circuito que me dio esa opción, y me dice “firme aquí, y la otra semana pasa a trabajar”, y recuerdo que firmé, y sí, en una semana ya me estaban diciendo que yo tenía un puesto en el colegio, que era el Liceo Rural de Katsi.

Ahí me di cuenta de que estudiar primero y segundo ciclo no me iba a servir porque era docente de secundaria y eso era para primaria, entonces hablé con la directora, y en ese tiempo tampoco había universidades en Limón que dieran la Enseñanza del Español. Entonces me di cuenta que en San José sí, y ella me dio un permiso especial para yo viajar los viernes a medio día a San José. Y estudiaba viernes en la noche y sábado todo el día en la UAM. Y ahí fue donde pude terminar Enseñanza del Español. Fueron casi 5 años viajando. 

Viajaba desde el trabajo, salía a las 11. Es bastante lejos. Entonces de ahí, hasta salir a una cierta parte, y luego venir a San José. Llegaba como a las 9 de la noche. Y de ahí estudiaba todo el día en la universidad. Luego devolverme otra vez, el domingo, quedarme en una casa ahí de alguien, para amanecer domingo y llegar el domingo a la casa, y otra vez al trabajo. 

Logré terminar de estudiar en 2015 y me daban la opción de venir a trabajar al colegio donde yo había estudiado, que ya ahora sí, con un proyecto que hicieron y todo logran aprobar la construcción de las instalaciones. Entonces cuando yo llego, trabajo dos años todavía en esas aulitas donde yo había estudiado, que eran de piso de tierra y de madera y chonta. Dos años después ya aprueban el proyecto y logran construir el colegio que es adonde estoy ahorita, que es una instalación grande, de madera, ya con servicio de comedor, con los baños disponibles para los estudiantes, con electricidad, con internet… 

Actualmente tenemos 139 estudiantes, es una población indígena bribri, también tenemos indígenas cabécares, también tenemos indígenas ngöbe, tenemos personas afrodescendientes, tenemos personas extranjeras también. Son jóvenes y vulnerables económicamente porque, como es una comunidad indígena, aún debemos sobrevivir a partir de los recursos que nos da la tierra. No hay empresas, no hay lugares en los que ellos podrían ir a trabajar o a solicitar un trabajo, sino que ellos tienen que trabajar la tierra y ya no hay esas grandes extensiones como nosotros, que tuvimos esa opción, sino que a ellos les corresponde una parcelita a cada uno. Son muy limitados los recursos. Tengo jóvenes que quizás su comida la hacen aquí en el colegio, su almuerzo, y quizás con ese almuerzo se van a ir a casa hasta el día siguiente. 

Uno de los retos con los estudiantes es comprenderlos, comprender su situación emocional. Porque ya son jóvenes un poquito más vulnerables, más sensibles, es lo que puedo notar, más sensibilidad emocional. Por ejemplo, en mi infancia, nosotros sobrevivimos a todas esas cosas pero en este tiempo son jóvenes muy sensibles que no logran comprender el “por qué mis padres no tienen los recursos que yo necesito, o por qué estoy en undécimo año y hasta este momento me doy cuenta que mis padres no me pueden pagar la universidad, o sea, ¿qué voy a hacer?”. Ellos inician con todas las ganas, con todos sus sueños en sétimo, octavo, noveno, ya cuando llegan a décimo ellos mismos se dan cuenta de que si no ganan el examen de admisión, probablemente no van a ir a una universidad porque sus padres no les van a pagar la universidad porque no hay recursos económicos. Entonces los vemos bajarse emocionalmente, muchas veces los vemos frustrados, decir, “bueno, para qué me enseñan ustedes si puedo ver que los estudiantes del año pasado que se graduaron, están en la calle con un machete, o sea, ¿por qué ustedes nos exigen esas notas?, ¿qué vamos a hacer nosotros? El otro año nos tocará también ir a trabajar al monte porque mis padres no me pueden pagar la universidad.” 

Entonces ¿cómo los motivo? ¿Cómo les puedo ofrecer esa opción de que ellos también puedan pensar qué van a poder estudiar? Ese es uno de los desafíos que he tenido. Porque son unos jóvenes muy inteligentes, pero que no pueden continuar después del colegio. Son muy pocos los que lo logran. De una población de 15 estudiantes, tal vez dos o tres. A los demás los vemos ahí en la comunidad, tratando de sobrevivir a través de los trabajitos que les dan en el campo. Eso ha desmotivado. 

Otro de los desafíos… sufren bastante por situaciones familiares de abandono, sus padres los dejan desde muy pequeños al cuidado de los abuelitos, entonces ellos llegan aquí a veces desmotivados, tristes, con situaciones complicadas. Hay que llegarles no como docente sino como una ayuda, como un apoyo emocional, eso es lo que trato de hacer, comprenderlos, qué situación tienen y cómo los puedo ayudar emocionalmente. 

Cuando fui estudiante tuve la experiencia de un compañero que se suicidó, y luego como docente, cuatro estudiantes… Fueron años seguidos de suicidio. De hecho el colegio es como número uno en la zona de Talamanca, primer lugar de suicidios. El último que ocurrió fue durante la pandemia. A través del MEP están ahí atentos, se desarrolló un programa para que vinieran psicólogos a atenderlos. También teníamos la ayuda de una institución que venía, hablaba y sacaba ese tiempo con ellos. Desde hace unos años, dos o tres, no ha pasado nada, hemos logrado que estén bien. Sí se ha trabajado desde la parte de supervisión, de parte de circuito, que estemos atentos, que podamos entenderlos. Se han desarrollado charlas para la prevención. 

Yo creo que es el abandono que ellos tienen desde pequeños, pues quedan al cuidado de sus abuelitos, y como que no tienen esa atención constante de los padres. La mayoría son abandonados por sus papás y quedan con la mamá, ahí considero que hay una cierta vulnerabilidad. Desde muy pequeños quedan con mamá, y ella tiene que traer los recursos a casa... entonces después de las clases en el colegio tienen que ir a ver qué hacen. 

Debería haber más apoyo en cómo tratar esa parte emocional de ellos: que puedan hablar a los padres, porque como indígenas nosotros crecemos, nos acostumbramos de que es ir a trabajar en el campo y volver, pero no se dan cuenta de que esos niños que están ahí también tienen emociones, también necesitan ser tratados como personas, como alguien que siente. Más todavía en estos tiempos en que los jóvenes son muy vulnerables. Los padres de aquí normalmente son muy fríos. Llegan a la casa, comemos y hablamos un rato y nos dormimos. No hay esa relación de “¿cómo te fue hoy? ¿Qué hiciste? ¿cómo te sientes? ¿Alguien te está haciendo daño en la escuela?”

Después de que abrieron el colegio, logran abrir el CINDEA, en la misma instalación del colegio hay un CINDEA. Entonces mis hermanos mayores lograron estudiar ahí; una logró conseguir un trabajo, el otro es director, la otra también consiguió trabajo en la Caja. Y nuestros hijos también ahora están estudiando. Tengo una sobrina que logró salir de aquí, y luego fue a un intercambio en Oregon en Estados Unidos, y ahora está trabajando en INTEL. 

Hay expectativas muy grandes en ellos. Tienen sueños muy grandes, de querer salir del país, de querer ir a trabajar en otras áreas, no como nosotros que quisimos trabajar de docentes, sino que quieren llegar a otro nivel. Les gusta el inglés, les gusta aprender nuevas lenguas, nuevos idiomas. Las expectativas de ellos son más grandes, de más apoyo, becas para que ellos puedan salir de aquí, estudiar. Es triste verlos frustrados, es triste ver que ellos le cuestionan a uno, “¿por qué tengo que esforzarme en undécimo año si después voy a quedar aquí?”. Quisiera decirles “no, hay esta opción, pueden ir a estudiar allá, buscar estas ayudas”. Esa es mi expectativa, poder darles esa opción, esa oportunidad de que ellos también puedan irse a estudiar. 

También he tenido estudiantes que me dicen: “no, yo ya tengo que ayudar a mi mamá, entonces voy y consigo un trabajito con alguien y en la tarde voy a CINDEA y ya le puedo ayudar a mi mamá con ese dinero extra”. Sienten esa responsabilidad de que tienen que aportar desde muy jóvenes y tienen que darle a sus hermanitos, entonces tienen que dejar el colegio. 

En este colegio somos 16 docentes… Las que estábamos de compañeras en el colegio somos ahora compañeras en el trabajo. El colegio es tranquilo. Actualmente tenemos 3 séptimos, 2 octavos, 2 novenos, 1 décimo y 1 undécimo. No tenemos situaciones de violencia. Hemos visto en las noticias que hay lugares donde los jóvenes llegan con armas, eso no. Son jóvenes muy tranquilos. Sí hay situaciones a veces que se quieren pelear entre ellos, pero lo mínimo, no estamos en un nivel alto de violencia. Les gusta compartir entre ellos. Ahora que hay internet, uno los ve ahí con el teléfono, porque ellos en casa no tienen internet, llegan a tener internet aquí, en el colegio. 

El colegio ha permitido a los estudiantes conocer otros países, han podido ir a Estados Unidos con un intercambio, a Brasil. Actualmente tenemos una conexión con un colegio privado en San José, entonces ellos también hacen esos intercambios a inicio de año, se llevan unos diez estudiantes y pasan unos días allá y eso es un sueño para ellos, verdad, verlos felices y luego ya vienen ellos para acá y comparten también unos días y entonces es un momento esperado. 

El colegio tiene árboles en su entorno, y aun así sentimos el calor, a cierta hora uno siente esa ola de calor, y a los estudiantes uno los ve ahí, que no aguantan. Es una infraestructura de madera, no tenemos abanico en las aulas.  

Sepecue es una comunidad tranquila, tiene una buena convivencia, sana, pero con pocas oportunidades de trabajo o de seguir formándose para regresar y hacer crecer a la comunidad. El territorio sigue siendo agrícola. Tenemos un EBAIS, tenemos como tres escuelitas, solamente eso. Casi que todos trabajan en la agricultura, siempre es banano, cacao, maíz, y los animales, las gallinas y los cerdos. Últimamente he visto que hay personas que logran tener ganadería; algunos cierran sus parcelas y vemos que ya tienen sus 5 ganados, 15 ganados.

La vida ha cambiado, el idioma ya no se habla, no se sigue transmitiendo como antes a nuestros niños. Los saludamos en bribri, les explicamos, pero no se ve el interés de que quieran aprender, porque los que más nos hablan en bribri son nuestros abuelos. Cuando yo era estudiante nombraban a docentes de afuera, y recuerdo que venían algunos y nos prohibían hablar la lengua. Nosotras hablábamos muy bien el bribri; recuerdo que tenía una hermana mayor, y ella hablaba  muy bien el bribri y la profesora le decía “si sigues hablando, tienes que sacar la lengua y enséñarmela”... Le faltaban el respeto a uno, y uno por vergüenza decía “no, yo no voy a hablar”. Uno fue como teniendo miedo, pero en realidad la expresión de uno en el idioma materno es más emotiva, pero no se podía, nos quedábamos queditos y ya nadie podía hablar. Eso fue lo que impactó bastante, porque mis compañeros eran adultos, y ese es nuestro idioma, era el medio que teníamos para comunicarnos entre nosotros y no podíamos, entonces nos quedábamos queditos ahí en el aula. En ese entonces el director fue uno de los que inició ese esfuerzo de que se nos respetara, y luego, cuando pasaron los años se crea una ley y llegan los profesores indígenas. Esa ley nace para el rescate de la lengua, del idioma, para que no se siguieran dando esas situaciones, por eso lo aplican, para que todos los estudiantes tuvieran esa libertad de poder comunicarse en su idioma y también con los docentes. Entonces viene a respaldar a los indígenas. 

Yo a mis hijos les hablo en bribri, les enseño palabras cotidianas para que vayan aprendiéndolas… Sí creo que la forma en la que se está enseñando en primaria necesita un cambio, porque es muy memorístico, en cambio el idioma bribri es oral. Entonces a él le dan una lista de palabras y “memorícelo”, nada más. No se da ese espacio para comunicarse con alguien, que es la forma en que uno aprende más rápido. No se está entendiendo que el idioma es vida, como una relación con el día a día, solo se le da la hoja y “bueno, apréndase estas 20 palabras”. Pero ¿por qué? ¿cómo lo relaciono con mis quehaceres propios indígenas? Si me voy a aprender esta palabra, es porque la que usábamos para trabajar en el campo o así. A mi hijo le ha costado eso. 

 

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