Sepecue, Talamanca, Limón
Mi nombre es Noemy
Reyes Torres, soy de la comunidad de Sepecue, Talamanca, indígena bribri. Soy
la menor de 8 hermanos.
Nuestros padres se
enfocaron más que todo en la sobrevivencia, en poder darnos los recursos
para subsistir. Ellos trabajaban más que todo en la parte de agricultura, en el
cultivo de plátanos, banano, cacao, y ese era el día a día, el único medio que
tenían. No pudieron estudiar. Mis hermanos, terminaron la escuela y después de
ahí tenían que sembrar plátanos, trabajar la tierra. Y con eso era que íbamos
sobreviviendo.
En el territorio
indígena está la casa o el rancho, alrededor están los animales y, más allá los
cultivos que consumimos, y luego a tres horas están ya los cultivos que
consumen los animales, los que se cultivan para las gallinas y los cerdos. Yo tenía
que llegar de la escuela y caminar unas dos horas para ir a limpiar una
hectárea de maíz, por ejemplo. Eso era todos los días. Yo iba con tres de
mis hermanos y teníamos que cumplir, terminar de limpiar esa parcela, no
importaba si de repente nos alcanzaba la lluvia a medio camino. Recuerdo que
varias veces había rayería y teníamos que pasar por eso.
Mi papá tenía
bastantes hectáreas de plátano, entonces decía “bueno, usted se va a la
escuela, yo me voy con los peones y hago 600 huecos para sembrar la semilla de
plátano. Cuando usted llega de la escuela le corresponde llenar esos huecos con
las semillas”. Y eso era llegar, dejar la bolsita donde metíamos los cuadernos,
la bolsita de arroz y cambiarnos e irnos a la finca a encontrar a nuestros
padres que estaban trabajando. Tenía que ir a ayudarle a mi mamá a sembrar maíz,
tenía que cuidar unos cinco cerdos, tenía que ir a la finca a buscar unos
plátanos, cocinarlos y dárselos. Esa era mi rutina todos los días. Tenía ese
compromiso de tener que cuidar los animales, tener que ir a ayudar a mi
mamá. Mi infancia fue bastante complicada.
Luego, en la tarde, en
los momentos de café -ese era el momento más esperado- a la par del fogón a
escuchar las historias de mi papá y de mi abuelita. Ahí nos contaba más que
todo historias de terror, de los espíritus y no sé qué. Es que mi abuelo era awá,
entonces quería que mi papá también fuera awá, pero mi papá empezó el proceso y
era bastante duro porque tenía que ir afuera y ahí estar muchas horas en la
madrugada y eso a mi papá le dio miedo, no quiso.
Ser awá es como
ser un médico tradicional, preparado, que conoce el nombre de las plantas, que
sabe cuál planta sirve para tal enfermedad, es el que tiene las respuestas
cuando algún familiar tiene alguna situación. Como obviamente no había doctor
en la comunidad, ellos eran a los que podíamos acudir. Eran como doctores, y
también sabios, porque ellos nos ayudaban. Mi abuelo era así. No recuerdo
quién, pero sí recuerdo que escribieron un libro sobre mi abuelo, que es don
Francisco García, ese es mi abuelo, el que aparece ahí. Él quería que mi papá
también fuera awá, pero tenía que pasar algunas pruebas, y entre esas pruebas…
a altas horas de la noche, en un ranchito, ahí tenía que quedarse y hacer unos
cantos sagrados, pero mi papá tenía miedo entonces no pasó la prueba. Esas
cosas nos contaba él. Escuchábamos las historias a la par del fogón, con los
animales, porque todos convivíamos. Teníamos eso de que los perros y los cerdos
estaban ahí a la par de nosotros. Ahí pasábamos a altas horas de la noche
escuchando esas historias. Las historias que nos contaban eran de prevención.
Por ejemplo, la historia del gusano, de por qué uno no puede andar entre primos
porque sino le pasa esto; de por qué no podemos matar a todos los animales
porque si no podemos extraviarnos en la montaña, y si los matamos a todos
entonces puede pasarnos algo. Eran historias de prevención, de cómo cuidarnos,
de cómo cuidar la naturaleza, de que todos los animales y hasta el cultivo
tiene espíritus, entonces si al día siguiente teníamos que ir a arrancar yuca,
no se decía, porque supuestamente la tierra tenía vida en la noche, entonces
ella escuchaba que mi mamá iba a buscar la yuca, y lo que hacía era que a la
hora de que mi mamá fuera, ya no iba a haber yuca, entonces no se podía decir...
Si íbamos al día siguiente a buscar algún cultivo, no se hablaba de eso en la
noche, se hablaba en la tarde, para que la tierra no lo escuchara y no se diera
cuenta.
Mi papá era un
buen pescador y en ese tiempo había muchos peces. Ya ahora no, ya vemos cómo
los ríos están contaminados, ya casi no hay, pero en ese tiempo él iba y decía:
“bueno, traigo cuatro, porque esto me alcanza para tantos días”, todo se usaba
así, con medidas, porque no podíamos matar todos los animales. Esa era mi
infancia. Y luego dormir unas horas, porque a las tres de la mañana ya empezaba
de nuevo el café, pues hay que darle comida a los animales. Esa era nuestra
rutina. Mientras mi mamá preparaba el café, mi papá alistaba el hacha, los
machetes, a esperar a los peones porque había que ir otra vez a cultivar la
tierra. Y pues los que teníamos la opción de ir a la escuela, nos íbamos para
la escuela. Así pasé mi infancia. No había en ese momento televisión, no había
lugares donde pudiéramos ir, como ahora, que en estos tiempos hay electricidad,
hay internet, hay un parquecito donde van los niños a divertirse. ¿Qué hacía yo
para divertirme? Pues había un río que tenía una poza, ese era mi lugar para ir
a divertirme. Salidas con amigos, no, eso no se permitía en el territorio
porque todo el mundo tenía que estar trabajando, no había momentos de esos,
como ahora, que los jóvenes van y dicen “bueno voy a ver a mis amigos, a la
casa de tal”. No, eso no se permitía. Todos los jóvenes y los niños estaban
ocupados.
Como en ese tiempo no
había dinero, para preparar la tierra había que llamar mucha gente a chapear, entonces
mis padres preparaban chicha, esa bebida tradicional, y venía el montón de
gente y a veces terminaban borrachos. Esa es una de las cosas que marcó mi
vida, porque como no había dinero, tenía que venir el montón de gente a cambio
de la chicha, no se les pagaba, sólo se les daba chicha, y terminaban ebrios. A
veces peleaban entre ellos porque ya estaban ebrios, y uno: “bueno, en este
rincón me voy y ahí amanezco…” Fueron momentos muy vulnerables. Ahora ya no es
así, pues si uno quiere sembrar pues paga a alguien y va y chapea, no hay que
darle chicha ni nada de eso.
Y lo otro: para hacer
la bebida tradicional hay que preparar una masa de maíz fermentado. Recuerdo
que yo tenía nueve años y ya tenía que saber hacerla, entonces yo iba y mi mamá
me ayudaba, me decía: “bueno, usted hace esto con el maíz…” Era como una masa.
Mi responsabilidad era hacer esa masa y ponerla al sol, secarla, y eso era lo
que fermentaba la chicha. Y cuando venían los peones yo tenía que servirles la
chicha. Y ese olor, pues no me gustaba, de hecho hasta el momento nunca, no sé si
eso marcó mi vida, pero yo no tomo, nunca tomé bebidas alcohólicas porque desde
ahí empecé a repudiar ese olor.
Inicialmente mis
padres vivían en una montaña, luego de ahí decidieron venirse a una parte
plana, y cuando llegan ahí tenían la opción de elegir todo el terreno que
quisieran, entonces empezaron a marcar, decidieron “bueno, aquí vamos a agarrar
todo esto, esto es de los otros”. Porque no había gente, eran como cuatro
familias, entonces una familia elegía una parte, la otra por allá y el otro por
allá. Entonces teníamos la opción de tener toda esa tierra para nosotros.
Desde que era niña tenía
el sueño de poder estudiar, pero al ser parte de una comunidad indígena que
estaba muy lejos, no había esa opción, porque no había colegios. Sí había
escuelas, pero no había colegios, entonces logré terminar la escuela y un año
después nos cuentan que van a abrir un colegio en la comunidad. Para mí fue
maravilloso ver que tenía la posibilidad de estudiar… Mis hermanos mayores no
pudieron, no tuvieron esa opción porque el colegio quedaba entonces como a tres
comunidades más lejos, estaba como a tres horas, pero yo sí tuve esa
posibilidad.
Cuando salgo de la
escuela, un año después, abren el colegio que no tenía las instalaciones
adecuadas, lo inauguran a diez minutos de la casa. Empezamos en unos ranchitos
de suita y chonta. Eran tres o cuatro casitas que había, con piso de
tierra, y eran pequeñitas. Empezamos más o menos en el 2003, todos ilusionados.
Tenía compañeros de 20 años, de 30 años, porque todo el mundo quería estudiar.
Y así empezó mi historia. Luego pasaron los años, no nos daban la posibilidad
de tener nuevas instalaciones, seguimos ahí, tres, cuatro años… me gradué en
esa instalación.
Había momentos en que
llovía y como todo eso era de tierra, se llenaba de agua, se nos caían los
cuadernos en el piso y se mojaban, no teníamos servicio sanitario, recuerdo que
solo era uno que utilizaba el personal docente. Entonces unos compañeros tenían
que ir ahí cerca del colegio varias veces porque son áreas montañosas, se iban
ahí a los bananales o a los cafetales ahí. No teníamos servicios de comedor,
entonces nuestros padres nos venían a dejar el almuerzo o nosotros lo llevábamos
en un tarrito. No teníamos dónde calentarlo porque tampoco había servicio
eléctrico, entonces comíamos frío. El que podía… el que no, pues pasaba todo el
día sin almorzar. Y así fue como pasamos. Luego logramos graduarnos. En ese
momento, en undécimo, éramos como trece estudiantes… Y de ahí nos logramos
graduar como cuatro que ganamos las pruebas nacionales. A pesar de todas las
situaciones difíciles por el entorno, por la infraestructura en mal estado, por
poco apoyo económico, porque era una institución nueva.
Yo no sabía nada de
las ferias vocacionales, de las universidades estatales, no tenía ninguna idea
de eso porque mis padres son adultos mayores, entonces no había ese
conocimiento y tampoco tenía la economía para estudiar en una universidad
privada. Fue por ahí que me di cuenta de que estaba la UNED cerca, como a dos
comunidades de donde yo vivía, entonces me matriculé para estudiar ahí primero
y segundo ciclo. Empecé y un año después me dicen que en otra comunidad, en una
montaña, más o menos como a otras 5 horas, estaban ocupando un docente, y como
en ese tiempo no se solicitaba tener universidad sino que por lo menos tuviera
el colegio finalizado, la secundaria completa, fui a la entrevista y me dicen:
“tenemos tres opciones, puede dar clases en estudios sociales, en matemáticas o
en español”, y yo tenía apenas un año de estar estudiando en la UNED primero y
segundo ciclo. Entonces recuerdo que me decidí por español, que era una
asignatura que me gustaba. Y entonces le digo al supervisor de circuito que me
dio esa opción, y me dice “firme aquí, y la otra semana pasa a trabajar”, y
recuerdo que firmé, y sí, en una semana ya me estaban diciendo que yo tenía un
puesto en el colegio, que era el Liceo Rural de Katsi.
Ahí me di cuenta de que
estudiar primero y segundo ciclo no me iba a servir porque era docente de
secundaria y eso era para primaria, entonces hablé con la directora, y en ese
tiempo tampoco había universidades en Limón que dieran la Enseñanza del
Español. Entonces me di cuenta que en San José sí, y ella me dio un permiso
especial para yo viajar los viernes a medio día a San José. Y estudiaba viernes
en la noche y sábado todo el día en la UAM. Y ahí fue donde pude terminar
Enseñanza del Español. Fueron casi 5 años viajando.
Viajaba desde el
trabajo, salía a las 11. Es bastante lejos. Entonces de ahí, hasta salir a una
cierta parte, y luego venir a San José. Llegaba como a las 9 de la noche. Y de
ahí estudiaba todo el día en la universidad. Luego devolverme otra vez, el domingo,
quedarme en una casa ahí de alguien, para amanecer domingo y llegar el domingo
a la casa, y otra vez al trabajo.
Logré terminar de
estudiar en 2015 y me daban la opción de venir a trabajar al colegio donde yo
había estudiado, que ya ahora sí, con un proyecto que hicieron y todo logran
aprobar la construcción de las instalaciones. Entonces cuando yo llego, trabajo
dos años todavía en esas aulitas donde yo había estudiado, que eran de piso de
tierra y de madera y chonta. Dos años después ya aprueban el proyecto y logran
construir el colegio que es adonde estoy ahorita, que es una instalación
grande, de madera, ya con servicio de comedor, con los baños disponibles para
los estudiantes, con electricidad, con internet…
Actualmente tenemos
139 estudiantes, es una población indígena bribri, también tenemos indígenas cabécares,
también tenemos indígenas ngöbe, tenemos personas afrodescendientes, tenemos
personas extranjeras también. Son jóvenes y vulnerables económicamente porque,
como es una comunidad indígena, aún debemos sobrevivir a partir de los recursos
que nos da la tierra. No hay empresas, no hay lugares en los que ellos podrían
ir a trabajar o a solicitar un trabajo, sino que ellos tienen que trabajar la
tierra y ya no hay esas grandes extensiones como nosotros, que tuvimos esa
opción, sino que a ellos les corresponde una parcelita a cada uno. Son muy
limitados los recursos. Tengo jóvenes que quizás su comida la hacen aquí en el
colegio, su almuerzo, y quizás con ese almuerzo se van a ir a casa hasta el día
siguiente.
Uno de los retos con
los estudiantes es comprenderlos, comprender su situación emocional. Porque ya
son jóvenes un poquito más vulnerables, más sensibles, es lo que puedo notar,
más sensibilidad emocional. Por ejemplo, en mi infancia, nosotros sobrevivimos
a todas esas cosas pero en este tiempo son jóvenes muy sensibles que no logran
comprender el “por qué mis padres no tienen los recursos que yo necesito, o por
qué estoy en undécimo año y hasta este momento me doy cuenta que mis padres no
me pueden pagar la universidad, o sea, ¿qué voy a hacer?”. Ellos inician con
todas las ganas, con todos sus sueños en sétimo, octavo, noveno, ya cuando
llegan a décimo ellos mismos se dan cuenta de que si no ganan el examen de
admisión, probablemente no van a ir a una universidad porque sus padres no les
van a pagar la universidad porque no hay recursos económicos. Entonces los
vemos bajarse emocionalmente, muchas veces los vemos frustrados, decir, “bueno,
para qué me enseñan ustedes si puedo ver que los estudiantes del año pasado que
se graduaron, están en la calle con un machete, o sea, ¿por qué ustedes nos
exigen esas notas?, ¿qué vamos a hacer nosotros? El otro año nos tocará también
ir a trabajar al monte porque mis padres no me pueden pagar la
universidad.”
Entonces ¿cómo los
motivo? ¿Cómo les puedo ofrecer esa opción de que ellos también puedan pensar
qué van a poder estudiar? Ese es uno de los desafíos que he tenido. Porque son
unos jóvenes muy inteligentes, pero que no pueden continuar después del
colegio. Son muy pocos los que lo logran. De una población de 15 estudiantes, tal
vez dos o tres. A los demás los vemos ahí en la comunidad, tratando de
sobrevivir a través de los trabajitos que les dan en el campo. Eso ha
desmotivado.
Otro de los desafíos…
sufren bastante por situaciones familiares de abandono, sus padres los dejan
desde muy pequeños al cuidado de los abuelitos, entonces ellos llegan aquí a
veces desmotivados, tristes, con situaciones complicadas. Hay que llegarles no
como docente sino como una ayuda, como un apoyo emocional, eso es lo que trato
de hacer, comprenderlos, qué situación tienen y cómo los puedo ayudar
emocionalmente.
Cuando fui estudiante
tuve la experiencia de un compañero que se suicidó, y luego como docente,
cuatro estudiantes… Fueron años seguidos de suicidio. De hecho el colegio es
como número uno en la zona de Talamanca, primer lugar de suicidios. El
último que ocurrió fue durante la pandemia. A través del MEP están ahí atentos,
se desarrolló un programa para que vinieran psicólogos a atenderlos. También
teníamos la ayuda de una institución que venía, hablaba y sacaba ese tiempo con
ellos. Desde hace unos años, dos o tres, no ha pasado nada, hemos logrado que
estén bien. Sí se ha trabajado desde la parte de supervisión, de parte de
circuito, que estemos atentos, que podamos entenderlos. Se han desarrollado
charlas para la prevención.
Yo creo que es el
abandono que ellos tienen desde pequeños, pues quedan al cuidado de sus
abuelitos, y como que no tienen esa atención constante de los padres. La
mayoría son abandonados por sus papás y quedan con la mamá, ahí considero que
hay una cierta vulnerabilidad. Desde muy pequeños quedan con mamá, y ella tiene
que traer los recursos a casa... entonces después de las clases en el colegio
tienen que ir a ver qué hacen.
Debería haber más
apoyo en cómo tratar esa parte emocional de ellos: que puedan hablar a los
padres, porque como indígenas nosotros crecemos, nos acostumbramos de que es ir
a trabajar en el campo y volver, pero no se dan cuenta de que esos niños que
están ahí también tienen emociones, también necesitan ser tratados como personas,
como alguien que siente. Más todavía en estos tiempos en que los jóvenes son
muy vulnerables. Los padres de aquí normalmente son muy fríos. Llegan a la
casa, comemos y hablamos un rato y nos dormimos. No hay esa relación de “¿cómo
te fue hoy? ¿Qué hiciste? ¿cómo te sientes? ¿Alguien te está haciendo daño en la
escuela?”
Después de que
abrieron el colegio, logran abrir el CINDEA, en la misma instalación del
colegio hay un CINDEA. Entonces mis hermanos mayores lograron estudiar ahí; una
logró conseguir un trabajo, el otro es director, la otra también consiguió
trabajo en la Caja. Y nuestros hijos también ahora están estudiando. Tengo
una sobrina que logró salir de aquí, y luego fue a un intercambio en Oregon en
Estados Unidos, y ahora está trabajando en INTEL.
Hay expectativas muy
grandes en ellos. Tienen sueños muy grandes, de querer salir del país, de
querer ir a trabajar en otras áreas, no como nosotros que quisimos trabajar de
docentes, sino que quieren llegar a otro nivel. Les gusta el inglés, les gusta
aprender nuevas lenguas, nuevos idiomas. Las expectativas de ellos son más
grandes, de más apoyo, becas para que ellos puedan salir de aquí, estudiar. Es
triste verlos frustrados, es triste ver que ellos le cuestionan a uno, “¿por
qué tengo que esforzarme en undécimo año si después voy a quedar aquí?”. Quisiera
decirles “no, hay esta opción, pueden ir a estudiar allá, buscar estas ayudas”.
Esa es mi expectativa, poder darles esa opción, esa oportunidad de que ellos
también puedan irse a estudiar.
También he tenido
estudiantes que me dicen: “no, yo ya tengo que ayudar a mi mamá, entonces voy y
consigo un trabajito con alguien y en la tarde voy a CINDEA y ya le puedo
ayudar a mi mamá con ese dinero extra”. Sienten esa responsabilidad de que
tienen que aportar desde muy jóvenes y tienen que darle a sus hermanitos,
entonces tienen que dejar el colegio.
En este colegio somos
16 docentes… Las que estábamos de compañeras en el colegio somos ahora
compañeras en el trabajo. El colegio es tranquilo. Actualmente tenemos 3
séptimos, 2 octavos, 2 novenos, 1 décimo y 1 undécimo. No tenemos
situaciones de violencia. Hemos visto en las noticias que hay lugares donde los
jóvenes llegan con armas, eso no. Son jóvenes muy tranquilos. Sí hay
situaciones a veces que se quieren pelear entre ellos, pero lo mínimo, no
estamos en un nivel alto de violencia. Les gusta compartir entre ellos. Ahora
que hay internet, uno los ve ahí con el teléfono, porque ellos en casa no
tienen internet, llegan a tener internet aquí, en el colegio.
El colegio ha
permitido a los estudiantes conocer otros países, han podido ir a Estados
Unidos con un intercambio, a Brasil. Actualmente tenemos una conexión con un
colegio privado en San José, entonces ellos también hacen esos intercambios a
inicio de año, se llevan unos diez estudiantes y pasan unos días allá y eso es
un sueño para ellos, verdad, verlos felices y luego ya vienen ellos para acá y
comparten también unos días y entonces es un momento esperado.
El colegio tiene
árboles en su entorno, y aun así sentimos el calor, a cierta hora uno siente
esa ola de calor, y a los estudiantes uno los ve ahí, que no aguantan. Es una
infraestructura de madera, no tenemos abanico en las aulas.
Sepecue es una
comunidad tranquila, tiene una buena convivencia, sana, pero con pocas
oportunidades de trabajo o de seguir formándose para regresar y hacer crecer a
la comunidad. El territorio sigue siendo agrícola. Tenemos un EBAIS,
tenemos como tres escuelitas, solamente eso. Casi que todos trabajan en la agricultura,
siempre es banano, cacao, maíz, y los animales, las gallinas y los cerdos. Últimamente
he visto que hay personas que logran tener ganadería; algunos cierran sus
parcelas y vemos que ya tienen sus 5 ganados, 15 ganados.
La vida ha cambiado, el
idioma ya no se habla, no se sigue transmitiendo como antes a nuestros
niños. Los saludamos en bribri, les explicamos, pero no se ve el interés
de que quieran aprender, porque los que más nos hablan en bribri son nuestros
abuelos. Cuando yo era estudiante nombraban a docentes de afuera, y
recuerdo que venían algunos y nos prohibían hablar la lengua. Nosotras
hablábamos muy bien el bribri; recuerdo que tenía una hermana mayor, y ella
hablaba muy bien el bribri y la profesora le decía “si sigues hablando,
tienes que sacar la lengua y enséñarmela”... Le faltaban el respeto a uno, y uno
por vergüenza decía “no, yo no voy a hablar”. Uno fue como teniendo miedo, pero
en realidad la expresión de uno en el idioma materno es más emotiva, pero no se
podía, nos quedábamos queditos y ya nadie podía hablar. Eso fue lo que impactó
bastante, porque mis compañeros eran adultos, y ese es nuestro idioma, era el
medio que teníamos para comunicarnos entre nosotros y no podíamos, entonces nos
quedábamos queditos ahí en el aula. En ese entonces el director fue uno de
los que inició ese esfuerzo de que se nos respetara, y luego, cuando pasaron
los años se crea una ley y llegan los profesores indígenas. Esa ley nace
para el rescate de la lengua, del idioma, para que no se siguieran dando esas
situaciones, por eso lo aplican, para que todos los estudiantes tuvieran esa
libertad de poder comunicarse en su idioma y también con los docentes. Entonces
viene a respaldar a los indígenas.
Yo a mis hijos les
hablo en bribri, les enseño palabras cotidianas para que vayan aprendiéndolas… Sí
creo que la forma en la que se está enseñando en primaria necesita un cambio,
porque es muy memorístico, en cambio el idioma bribri es oral. Entonces a él le
dan una lista de palabras y “memorícelo”, nada más. No se da ese espacio para
comunicarse con alguien, que es la forma en que uno aprende más rápido. No
se está entendiendo que el idioma es vida, como una relación con el día a día,
solo se le da la hoja y “bueno, apréndase estas 20 palabras”. Pero ¿por qué?
¿cómo lo relaciono con mis quehaceres propios indígenas? Si me voy a aprender
esta palabra, es porque la que usábamos para trabajar en el campo o así. A mi
hijo le ha costado eso.
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